jueves, agosto 28, 2003

Jacinto










Jacinto se arrastra gateando por el piso, sus manos palpan la madera de la puerta carcomida por la humedad y las termitas. Un empujón bastaría para abrirla, para sacarla de los goznes y arrancarla del marco que a duras penas la sostiene. Pero él no lo sabe. O no lo piensa. O no tiene ya ni siquiera ese mínimo de fuerza para hacerlo. Escucha una melodía que dispara reflejos guardados en el fondo de su ser. La música sube los escalones suave y lentamente. Sabe que viene del piso de abajo y comienza a moverse nervioso, cada vez más y más nervioso, su rostro mojado por el sudor y la saliva pronto se teñirá de sangre.
No siempre fue así. Cuando hizo de este tercer piso su casa trabajaba sacando copias. No recibía un enorme sueldo pero sí el necesario para subsisitir. Regularmente llegaba después de las cuatro, traía comida y casi siempre una revista bajo el brazo. Leía tabloides de nota roja, chismes policíacos ilustrados por escandalosas fotografías donde no escaseaba la violencia ni las imágenes grotescas. En eso pasaba sus horas de ocio. Después llegó la televisión. Un viejo aparato adquirido en algúna venta de cochera. Era pequeña, blanco y negro, y cada vez que iba a cambiar de canal tenía que acomodar la antena, que el anterior propietario había improvisado con un gancho de alambre. Los programas sobre el crimen sustituyeron la lectura, se quedaba hasta que el sueño lo vencía, sentado frente al televisor. Aquellos fueron los buenos tiempos. Incluso tuvo la oportunidad de conocer a una esbelta joven de la que nunca supo su nombre, pero que con constancia casi mecánica pasaba todos los días a fotocopiar apuntes de cuaderno, páginas amarillentas de libros ya inencontrables y después volantes a los que nunca les puso mucha atención por estar perdido en contemplarla.
Antes de morir recordaría aquella vez después del trabajo, en que la lluvía lo había obligado a guarecerse bajo la marquesina de un viejo edificio. El techo no servía de mucho, el aire arrastraba el agua hacia él, que igual terminó empapado. Se disponía a seguir su camino cuando una suave melodía, la misma que ahora le quitaba la cordura, llamó su atención y giró su cuerpo. Se encontró frente a un enorme ventanal en el que unas letras anunciaban: «Escuela de ballet». Su gozo fue inmediato cuando distinguió entre las jovenes pupilas a la chica de las copias. Olvidó la lluvia. Una y otra vez la vio girar y danzar al compás de la música, fue atrapado por un hechizo que sólo el frío de su cuerpo mojado rompería un par de horas después.
En los siguientes días intentó abordarla, pero se contuvo, de qué le hablaría, su única plática era de crímenes y sangre. Su estrategía se basó en lanzarle miradas de enamorado que sin embargo nunca fueron recibidas por ella o si lo fueron jamás hubo respuesta. Dejó de ir como había llegado, de un día para otro. Nunca más la vio. Ló unico que conservaría, y con algo de suerte, fue una mala fotocopia de un volante en el que se anunciaba una presentación de las alumnas de la escuela de danza. Ella estaba en primer plano en la foto que servía de fondo al anuncio. La pegó enfrente de su cama para mirarla al despertar, para que fuera lo último que contemplara antes de caer rendido por el sueño.
Después vinieron los malos tiempos. Se quedó sin trabajo. Buscó en agencias de empleo, privadas y gubernamentales, en periódicos, tocó puertas, en todos lados le negaron lo que tanto buscaba. Tuvo que ir vendiendo los pocos muebles que tenía para poder solventar los gastos básicos, hasta que no le quedó nada excepto la televisión. Todavía tuvo un último golpe de suerte: la muerte de la dueña del edificio. Como no había dejado testamento, los hijos peleaban para ver cual de todos se quedaba con la propiedad. Gracias a ésto, cuando dejo de pagar la renta, como todos los demás inquilinos, no lo desalojaron.
En cuestión de semanas fue presa de una gran depresión. Su comida consistía en lo que pudíera obtener de los desechos de sus vecinos, ya no le quedaba nada que vender, incluso la televisión había pasado a otras manos. Su piso fue invadido por una capa fina de polvo, que después se transformó en cochambre, comenzaron a pulular arañas, moscas, cucarachas, infinidad de bichos y al final ratones. Pasaba los días sentado o recostado en el suelo contemplando la copia donde veía a su amada. Pronto se quedó sin gas y teléfono nunca tuvo. El día que le cortarón la electricidad, Jacinto casi era un animal.
Se pasó los últimos días acariciando los ojos, el pelo, las orejas, la nariz, los labios, sobre todo los labios borrosos de la foto de la bailarina. Deseaba contemplarla y recorrerla, abrazarla. Rozaba delicadamente la cintura, sus dedos electrizados y tensos tocaban el pecho inerte, la cara de ella no decía nada, nunca al menos las palabras que no se cansó de esperar. Se deleitó en la contemplación casi religiosa de esa imagen hasta el día del infortunio: una noche, la cinta adhesiva que sostenía la copia no pudo más y el viento le robó a la bailarina quien escapó por la ventana.
Desesperado golpea la pared con la cabeza tantas veces como su conciencia se lo permite, los cabezazos resuenan escaleras abajo, pero no hay nadie que le pueda prestar ayuda, a esas horas los apartamentos estan deshabitados a excepción del de la vieja casi sorda del piso de abajo que mira en la televisión, a todo volumen, una hermosa pieza de ballet.
Lo descubrieron horas después en medio de un charco de sangre. La última vez que lo vi fue en la portada de una Alarma. El cadáver de Jacinto con una enorme rajada en la cabeza aparecía bajo las letras de 72 puntos que en rojo anunciaban: Misterioso crimen.