Nada importaba entonces (tercera entrega)
7
Por un segundo los sonidos callaron; mas el murmullo de la calle y el paso de algunos autos vinieron a romper mi ensoñación. Interrumpí en ese momento mis pensamientos para confirmar que era tarde y llegaría con retraso al trabajo. Me sentía harto, invadido de un repentino cansancio, de un fuerte deseo de no hacer nada, de olvidar cualquier cosa pendiente. Era la sensación de hastío que había padecido las últimas semanas, la angustia que me provocaba un sueño que se repetía noche tras noche desde la partida de Araly, un sueño que antes de conocerla, también me había atosigado.
En el sueño voy caminando por el pasillo de un largo tren, buscando un lugar que no encuentro. Los asientos están ocupados por personas a las que no les distingo el rostro. Recorró vagón tras vagón pensando que mi lugar ha de estar ocupado y que nunca lo encontraré. No recuerdo por qué viajo en ese tren ni a donde me dirijo. No importa. Camino hasta el último carro y me quedo mirando el paisaje en la parte posterior. Surge lateralmente, como la defectuosa proyección de una vieja película, y desaparece al tocar el horizonte. Olvido el tiempo, no sé cuánto rato llevó ahí: el día se va tornando noche. El tren no ha detenido su marcha en ningún momento. Quiero regresar al interior pero no puedo, estoy inmóvil. Entonces alguién se coloca a mi espalda. Escucho su respiración cerca de mi nunca. Me toma y siento la fuerza de sus brazos. Manos que revelan un sujeto invadido por la ira. Me levanta. Me aferro al barandal. Grito, mas el grito parece no ser escuchado por nadie, ni por mí. Intento defenderme sin resultado. No puedo sostenerme más del barandal. Me arroja al vacío. Caigo estrepitosamente sin saber por qué, con gran pánico. Volteo desesperado en todas direcciones en busca del tren y de aquel que me arrojó: todo ha desaparecido: me encuentro solo, completamente solo en un lugar que desconozco. Un agudo zumbido invade mis oídos, me tapo las orejas, creo que van a estallar, y comienzo a asfixiarme. No veo nada, sólo oscuridad y descubro que estoy en mi cuarto, sudando.
La sensación con la que despierto es de viva angustia. Una angustia que envenena el alma, que me hace preguntárme una vez más cuál es la razón de mi existencia.
Cuando me detengo y medito un poco, mi vida me parece una avalancha que desciende en dirección a un abismo, y lo peor es que la velocidad y la fuerza con la que avanza impiden cualquier intento de pararla.
Ir en ese tren sin saber a donde, con que fin, me angustia, y más aún me angustia la certeza, al ser arrojado, que el final, la nada, están próximos. El tren de mi sueño me asfixia. Me obliga a mirar mi vida en retrospectiva. La vida que alguna vez creí haber enterrado para siempre
Por un segundo los sonidos callaron; mas el murmullo de la calle y el paso de algunos autos vinieron a romper mi ensoñación. Interrumpí en ese momento mis pensamientos para confirmar que era tarde y llegaría con retraso al trabajo. Me sentía harto, invadido de un repentino cansancio, de un fuerte deseo de no hacer nada, de olvidar cualquier cosa pendiente. Era la sensación de hastío que había padecido las últimas semanas, la angustia que me provocaba un sueño que se repetía noche tras noche desde la partida de Araly, un sueño que antes de conocerla, también me había atosigado.
En el sueño voy caminando por el pasillo de un largo tren, buscando un lugar que no encuentro. Los asientos están ocupados por personas a las que no les distingo el rostro. Recorró vagón tras vagón pensando que mi lugar ha de estar ocupado y que nunca lo encontraré. No recuerdo por qué viajo en ese tren ni a donde me dirijo. No importa. Camino hasta el último carro y me quedo mirando el paisaje en la parte posterior. Surge lateralmente, como la defectuosa proyección de una vieja película, y desaparece al tocar el horizonte. Olvido el tiempo, no sé cuánto rato llevó ahí: el día se va tornando noche. El tren no ha detenido su marcha en ningún momento. Quiero regresar al interior pero no puedo, estoy inmóvil. Entonces alguién se coloca a mi espalda. Escucho su respiración cerca de mi nunca. Me toma y siento la fuerza de sus brazos. Manos que revelan un sujeto invadido por la ira. Me levanta. Me aferro al barandal. Grito, mas el grito parece no ser escuchado por nadie, ni por mí. Intento defenderme sin resultado. No puedo sostenerme más del barandal. Me arroja al vacío. Caigo estrepitosamente sin saber por qué, con gran pánico. Volteo desesperado en todas direcciones en busca del tren y de aquel que me arrojó: todo ha desaparecido: me encuentro solo, completamente solo en un lugar que desconozco. Un agudo zumbido invade mis oídos, me tapo las orejas, creo que van a estallar, y comienzo a asfixiarme. No veo nada, sólo oscuridad y descubro que estoy en mi cuarto, sudando.
La sensación con la que despierto es de viva angustia. Una angustia que envenena el alma, que me hace preguntárme una vez más cuál es la razón de mi existencia.
Cuando me detengo y medito un poco, mi vida me parece una avalancha que desciende en dirección a un abismo, y lo peor es que la velocidad y la fuerza con la que avanza impiden cualquier intento de pararla.
Ir en ese tren sin saber a donde, con que fin, me angustia, y más aún me angustia la certeza, al ser arrojado, que el final, la nada, están próximos. El tren de mi sueño me asfixia. Me obliga a mirar mi vida en retrospectiva. La vida que alguna vez creí haber enterrado para siempre
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