lunes, octubre 13, 2003

Esperando a L mientras los empleados miran la telenovela

Ajenos, distantes, qué es la espera para ellos, qué saben del incendio interno del cuerpo. Cada eco en el pasillo imaginaba eran tus pasos, pero no eras tú, y la llama se aviva. Uno a uno ellos, en su cónclave secreto, los miraba cómplices cuidarse las espaldas. Yo me comía el incendio, fingía que la llama era fría pero entre más fría más consume, más muerte, más vacío. No podía permanecer en el asiento, me levantaba —sube, asciende, alcanza. Recorrí el camino de mi casa a tu trabajo hecho demonio. Porque habías dicho «estoy triste». Y aunque no miré tus ojos sentía tu tristeza en los míos. «Aquí estoy», quería gritar. Decirte: aunque a veces pareciera estamos solos no lo estamos (tanto). Ellos indiferentes. Yo silencioso: esperando, esperando. Siempre así desde que descubrí tu mirada verdadera. Esperar el mar de tus pupilas. La constelación de tu sonrisa. Te espero. Ver como la demás gente parte, se despide, abre la puerta y no aguardo su retorno. «Yo quiero salir acompañado». Eso pensaba. «¿Qué haces alla arriba? Tu lugar es aquí a mi lado». Los empleados tensos, saben del límite de lo prohibido. Después de mil escuché los nuevos pasos —«olvidad toda esperanza»— pero entonces sí apareciste en la escalera. Sorprendida. Aún más que yo: no esperabas. Un abrazo hubiera estado bien. Pero los empleados. La telenovela. Nuestra amor es una historia oculta en versos, escrita a lengüetazos de tinta. Ví en tus ojos la alegría de tu nombre. Se resolvió la esperanza en el encuentro. Uno a uno los otros se opacaron, se perdieron como el murmullo de voces de la televisión. Y sonreías. Y te miré. Supe entonces que al menos ese día, ninguno de los dos estaría solo.