domingo, noviembre 16, 2003

Nada importaba entonces (octava entrega)

________________________________________________


17
Precisamente en el café que ahora miraba había conocido a los amigos de Araly. Recordaba —y ahora de pronto se preguntaba que le había hecho acercarse a aquel grupo de personas que gustaban de sentarse horas a la mesa para discutir de temas ajenos a él— hablar de literatura, arte, filosofía. Cómo aquellos temas también lo fueron apasionando. Interesarse por lo que a Araly le interesaba le llenaba el alma. Y sin embargo nunca pudo quitarse de encima la idea de esnobistas que se había echo de ellos. Desde la primera vez que los había visto. Sintió que tampoco era aceptado. Hay tantas cosas que uno hace sin explicación, por puro apasionamiento. Y entonces no le preocupaba saber porque lo hacía. Casi podía recordar las caras con todos sus detalles. Aquella mesa y aquellos nuevos amigos —cuántas veces en la vida uno muda de amigos, ¿cuántos verdaderos se salvan de la guillotina? ¿cuáles amigos crecen junto nosotros? Sentado en la banca, de pronto los recuerdos eran una pesada loza. La asfixia aumentaba. Pero no, su enfermedad estaba en aguantar todo aquello. En fingir fortaleza. Había sido fiel lector de intrigas francesas en las que se enseñaba a reprimir las emociones y a fingir calma a pesar de que por dentro uno se este quemando. Podría ver los rostros frente a él. Adriana enamorada de los poemas de Sabines, enamorada del amor, junto a ella Mauricio admirador de Paz a pesar de apenas haber leído un libro de él, junto a Mauricio, Alberto, columnista trasnochado de los que nunca faltan, ocasionalmente llegaba Valeria estudiante de letras, tímida, Araly y la poesía ante todo.
La primera vez que estuve ahí discutían algo de Rayuela. Alberto pretendía llevar la batuta, hablaba del compromiso ético del escritor con las masas, discursaba y discursaba repitiéndose y repitiendo las maneras aprendidas de tanto político y burócrata cultural. Mauricio no estaba de acuerdo y defendía su posición citando a autores que citaban a Paz. Valeria aprobaba o desaprobaba con si o no apenas audibles. Adriana se hacia bolas. Araly defendía a Cortázar y a Paz. Opinaba de cada uno y a mi de pronto todo aquello me parecía lejano. Los veía discutir y entonces mi pensamiento convertía aquello en una imagen cinematográfica. El enfoque se alejaba poco a poco hasta que yo me perdía en algún instante. Los veía como muñecos animados pero no los escuchaba. Me olvidaba de todo y de todos. Buscaba conocer a los autores de los que hablaban pero no era de mi agrado opinar con las palabras de otros. Alguna vez había leído una cita de Wilde en la que se preguntaba hasta que punto nuestro pensamiento no es sino citas de otros. Cuándo habla el que realmente somos. Quienes somos realmente. Eso meditaba por largos minutos en los que me quedaba como suspendido hasta que alguien, Araly casi siempre, me regresaba a la realidad con voz insistente. Me quedaba meditabundo, daba un sorbo a mi bebida y respondía que no conocía el tema.
Pero ahora ya no era el café, sentado en el banco del camellón. Con el peso del mundo encima. Harto de todo el pasado, de su presente de un futuro desconocido. Harto de la rutina. Harto de ser el mismo.