sábado, noviembre 08, 2003

Nada importaba entonces (séptima entrega)

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Salío del restaurante. El sol ahora emprendía el descenso hacia el nadir y había un poco más de sombra, sólo un poco más. Atravezó la avenida y tomó asiento en una de las bancas del ancho camellón, bajo la protección de un frondoso árbol. Cerró los ojos. Los autos, los sonidos, el entorno parecían distanciarse. Percibía un abismo profundo, insondeable, en su alma. Recordó lo que había pensado cierta noche cuando al despertar repentinamente había escuchado el tic-tac incesante del reloj. La vida es un reloj despertador. Nacemos y dentro de nuetro cuerpo una invisible manecilla señala determinado día, determinada hora; y cuando finalmente llega el momento y el corazón estridente retumba, todo habrá terminado.
Sí, la vida es una bomba de tiempo...

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Aletargado por la comida y el calor, pensar le hacía daño. Buscó distraerse abriendo los ojos, su mirada comenzó a buscar algo en las junturas de los adoquines, contemplo la fuente, el pasto, algunas flores, las ramas de los árboles, los edificios. En el cielo azul ni rastros todavía de nuebe alguna. Miró el reloj. No, aún era temprano para regresar a casa. ¿Qué hacer cuándo no hay nada que hacer? Cerró los ojos nuevamente guardando la imagen del cielo y las hojas en su mente. Trató de imaginarse convertido en ave. Levantaba el vuelo y se veía sentado en la banca de concreto del camellón. Enseguida el techo de algunos autos, la punta de los árboles y la azotea de los edificios. No, ya no era un pájaro, ahora era una particula de viento, de luz, y seguía elevándose, ahora miraba la ciudad, unos instantes después el continente y seguía su marcha, dejaba atrás la tierra, la luna, el sistema solar, la galaxia y viajaba buscando el límite del espacio... avanzando, avanzando, pensaba en la totalidad, en la eternidad, en el infinito.
El claxón y el agudo chirriar de los frenos de un autobús lo volvieron a su lugar, horrorizado, lleno de temor ante lo que había sentido.