lunes, noviembre 03, 2003

(Nada importaba entonces (Quinta entrega)

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10
Dejó el portaminas sobre el restirador. Miró a través de la ventana. Durante unos instantes contempló el exterior, después concentró su mirada en el reloj de pared que había evitado mirar en toda la mañana. Al ver la hora esbozó una sonrisa. Contempló su trabajo. No era de los mejores, pero se sintió satisfecho. Era hora de salir a respirar.
Cerró la puerta, su paso lento lo condujo a lo largo del pasillo. A pesar de que era hora de salida vio poco movimiento. Algunos «hasta luego?» le hicieron pensar que los demás al menos recordaban su existencia.
Se encaminó al reloj checador. Le pareció escalofriante, como todos los días desde que comenzara a trabajar en el despacho, rendirle cuentas a una máquina. Suspiro resignado. El trabajo hoy en día no se valora por lo creativo sino por lo eficiente. Reprimió su frustración por temor a que la máquina pudiera leer su pensamiento y en lugar de morder la tarjeta, atrapara su mano. «Somos esclavos del tiempo»; el tiempo, siempre el tiempo. Qué afán de vivir la vida demasiado aprisa: finalmente se vive poco: cada vez menos. ¿Hasta cuándo seguir corriendo hacia el desfiladero?

11
Un golpe de calor azotó su rostro al abrir la puerta. El aire acondicionado del vestíbulo lo había separado de la realidad. El sol en su cenit caía a plomo. Ni una sola nube que prometiera sombra. Se quitó la chamarra y lamentó no haberla dejado en el despacho. Los sonidos de autos y camiones de la cercana avenida contrastaban con la tranquilidad de la calle por donde caminaba. Al llegar a la esquina dio vuelta tomando la avenida que tanto le agradaba. Buscó la acera que tuviera más espacio de sombra pero fue inútil, apenas una pequeña franja negra que no aminoraba el intenso calor.
Caminó por la avenida mirando los escaparates que surgían a su paso, dos cuadras adelante fue inevitable toparse con la florería donde varias veces se había detenido a comprar flores para Araly. Le gustaban las rosas. Las rojas no porque todo mundo las regala; para ser la excepción; para no hacer caso de los símbolos. Atravesó la calle pensando en rosas. En su horizonte apareció el pequeño restaurante donde había decidido comer. El restaurante donde acostumbraban verse para cenar, platicar, hablar de sueños, libros. Dónde él le dijo que odiaba los vegetales no porque no conociera los nutrientes que contenían, si no porque su organismo respondía a sus instintos carnívoros, mientras ella reía ante sus explicaciones.
El lugar era una simbiosis de café y casa particular. Por entrada tenía un agradable solar con mesas y sombrillas para aquel que quisiera estar al pendiente de lo que acontecía en la calle, o simplemente recibiendo el frescor del aire. Él no acostumbraba sentarse en el patió, le desegradaba sentirse envuelto por el humo y el ruido de los autos.
Una agradable luz que se filtraba de varias claraboyas iluminaba las mesas. No era un restaurante ostentoso, agradable y cómodo sí. Tomó asiento en una mesa —su mesa— desde la cual podía observar quien llegaba y quién partía. Se dejaba tomar por asalto por los recuerdos mientras el mesero solícito se acercaba a preguntarle que deseaba con la certeza de saber que pediría.
Recordó, al ver un hombre maduro leyendo un grueso volumen de filosofía, pláticas de días ¿cercanos?,
¿lejanos?, en que intercambiaba ideas, puntos de vista sobre literatura con Araly. Planeaban sus carreras en el mundillo literario. Llenos de bríos se veían como renovadores de las letras. Recordaba una de sus primeras pláticas en la cual se habló de algunas novelas canónigas y sus autores.
—No me agradan las novelas que mezclan filosofía en su historia, que hablan de diversas formas del pensamiento con palabras rebuscadas, ajenas a mi saber. Que mezclan religiones orientales de las que yo nada se, que hablan del zen como si fuera el pan de cada día, de los vedas, de los nirvanas, de los chakras; que citan a Kant, a Schopenhauer, a Nitzsche y se encuentran colmadas de tecnicismos y palabrejas que debo descifrar pues muchas de ellas no aparecen en mis diccionarios, prefiero aquellas historias que van como cuesta abajo, sencillas, rápidas, te atrapan y devoras los capítulos, que te llevan al final y te dejan en silencio, en shock al caer el punto final. — Ella se carcajeaba
Araly por el contrario amaba a los autores cuyas obras representaban un reto a su comprensión. Entendía la función de los grandes libros como un reto a uno mismo. Una lucha contra la vida, pero que ponían la vida como un obstaculo salvable sólo después de una crisis individual. La literatura le parecía maravillosas desde esta perspectiva: tierras nuevas siempre; un tesoro para muchos pero que pocos sabrán leer y hacerlo suyo.
—Pero no tienes que pensar como yo. Dame ejemplos de esos autores que detestas. Prometo no golpearte.
—Lo he estado pensando, y uno de los autores que más detesto es, por ejemplo...