martes, noviembre 18, 2003

Verano

para Ana


Alicia abre la ventanilla del automóvil. Es octubre y sin embargo el calor está insoportable. La atmósfera sofocante y el tráfico del mediodía hace casi imposible hilar cualquier pensamiento. De las bocinas del auto escapa un estribillo que vuelve más pesado el momento: seeeeeeeeeeeeeed. Alicia cierra los ojos, divaga en sus recuerdos y se hunde lentamente en los pasados días de verano. La canícula y la playa. Aquel mes junto al mar y con el viento de lleno en el rostro. Quería escribir. Escapar de la rutina en que se había convertido el trabajo en la editorial. Corregir galeras, someterse a los caprichos de los autores reconocidos, acabar el día con los ojos cansados de tanto leer. Después en casa enfrentar la página en blanco, la pantalla en blanco. No había actualizado su blog por más de un mes, y cada que revisaba su correo electrónico lo encontraba atiborrado de mensajes preguntando por ella, por sus escritos. No respondía. Ya no tenía nada que decir. Un libro de poemas publicado, una novela, alguna beca, comentarios positivos en revistas y suplementos, «una carrera ascendente»: a principio del verano parecía que ese vuelo había perdido las alas y caía irremediablemente.
Un bocinazo propinado por el conductor del auto que estaba tras el suyo la despertó de la ensoñación. Seeeeeeeeeeeeeed, se alargaba en las bocinas. Y tenía tanto sin escuchar ese disco. ¿Por qué lo había subido al auto esa mañana? La fila apenas avanza unos metros. Se había mirado en el espejo y se descubrió vacía. Eran apenas unos meses y parecían años. Él se había ido con los últimos aleteos de primavera. Llegaron las tormentas como las lágrimas a su rostro. La rutina, dijo, lo ahogaba. El hombre no titubeo. Tomó sus cosas y dejó el departamento. Cada tarde, cada lluvia, cada vaso de vodka, no fueron suficientes para curar esa ausencia. Y seguía en blanco.
Alicia detiene la canción, es demasiado, toma un estuche con discos del asiento del copiloto . Elige, cualquiera es bueno. Una gota de sudor se desliza de su cabello. Es octubre y el calor insoportable. El semáforo indica avanzar pero ningún auto se mueve. Mazzy Star. ¿Por qué Mazzy Star?
Fue entonces cuando recibió la llamada. Un bungalow amueblado en la playa. Aquel amigo escritor que alguna vez la pretendiera, le pedía que cuidará su refugio por un mes. No tuvo tiempo para más. Era sí o no. Tan lenta ella para decidirse. Balbuceó un sí tímido, él dijo que le parecía perfecto y que le enviaría las llaves a la editorial, no hacía falta verse. ¿No hacía falta verse? Colgó. Se arrepintió enseguida de haber aceptado. «Cómo puedo ser tan impulsiva». ¿A dónde llamarle?. Al día siguiente las llaves estaban en sus manos, la dirección, y un mapa dibujado de último momento con una frase: «Por si te pierdes y crees que no sabrás llegar». Lo difícil vendría ahora, cómo justificar un mes de vacaciones; seguramente la echarían del trabajo. Imposible también decirle que no a su amigo, seguramente en esos momentos se encontraría ya a kilómetros de ahí. Y el que partió sin haberla llamado, sin noticias y la hoja en blanco.
Avanzan casi media cuadra, lo cual es buena señal, unos minutos más y la serpiente articulada correrá rauda y fluida por la arteria de cemento. Se descubre moviendo los dedos por el volante, al ritmo parsimonioso de Mazzy Star, la voz de Hope Sandoval le eriza la piel. Una lágrima escapa de sus ojos. Una lágrima como la brisa del mar, salada.
¿Qué son las casualidades? ¿Existen? Tenía trabajo justo para un mes. Corregir un mamotreto que se publicaría próximamente. Su jefe tenía fe en que este proyecto redituaría fondos a la empresa, accedió sin chistar a su petición de que le diera un mes para trabajar sin tener que ir a la oficina. Dos días después reposaba en una hermosa terraza frente a una larga y dorada playa, con el sonido de las olas reventando.
Al principio no fue fácil, el texto que corregía era aburrido. En lugar de distraerla leer el texto la hacía pensar más en aquello que deseaba olvidar. Decidió imponerse una rutina. Como si las rutinas nos protegieran de cualquier sorpresa. Caminar todas las mañanas por la playa, depejar su mente, dejarse conducir por la brisa del mar, por el sonido de las olas. A pesar de ser verano se encontraba poca gente. Cada cuatro o cinco días renovaba la despensa. Un pequeño supermercado fue su fuente habitual de víveres. Un adolescente le ayudaba con las bolsas. Contadas noches se animó a salir de su enclaustramiento e ir a cenar. Las horas que le quedaban libres las dedicaba a su trabajo, quería terminar pronto, aunque no tenía la certeza de con qué fin quería hacerlo, si al principio en lo único que había pensado fue en trabajar para no tener que enfrentar su vida. Decidió probar con la hoja en blanco. Y comenzó a fluir. Balbuceos, calistenia verbal. Él aún presente. Él. Él.
Cuando se cansó de Mazzy Star, le ofreció la oportunidad a Bunbury. Algo del viento a favor recitaba la canción. El viento que comienza a meterse por la ventanilla aminorando el calor. El calor que ahora atosiga y que entonces era buen compañero. Imprescindible.
Cómo saber si algún encuentro ha sido planeado por los hados. Comenzaron a encontrarse. Cada mañana. Frente a frente. Discretos al principio, curiosos, más tarde con ansiedad y reconocimiento sus ojos se abrazaban. En ellos descubría una clave para leer el universo. Si en un principio fueron encuentros casuales, después se convirtieron en necesidad. ¿Quién hizo la primera seña? ¿Quién se atrevió a intercambiar la primera palabra? Eso quedó en la oscuridad de la historia. Los saludos derivaron en las primeras preguntas, las que nos van acercando al otro, después las sonrisas cómplices, las manos que se buscan y se eluden, ese juego de resisitir y ceder. Se había establecido una cálida calma. Una ligera brisa. La cronología se pierde. Vino entonces un primer beso, y unos brazos que la sujetaron cuando tan sola se sentía, que impidieron su caída al abismo. Y la playa aún tibia después del atardecer.
Ese verano fue su isla desierta. El destino final al que su naufragio la había llevado. Cansada de bracear contra la corriente, decidió soltarse a los caprichos del azar. Y el azar responde casi siempre con presteza. El azar como un auto en buenas condiciones, con un embrague que entra suave para avanzar. Ruge el motor, rugen los demás motores y los autos comienzan a moverse, a escapar de la fuerza de atracción del embotellamiento. No le gusta conducir de prisa. El calor vuelve loca a la gente. Acelera para aminorar el sofoco. El sudor perla el rostro, la espalda.
¿Con qué se termina una historia y comienza otra? Casi siempre se mezclan, como la música en los clubes nocturnos, el ritmo es la pauta a seguir, no perderlo, cambiarlo solamente.
Despertó sudando, atrapada en los brazos de aquel hombre, con una sensación de calidez y bienestar que le dio miedo. «Esto no puede ser cierto.» Él dormía desnudo boca abajo, se quedó contemplándolo, recorrió con la mirada cada centímetro de piel. La hoja en blanco ahora lucía algunas líneas, la mano libre, la tinta era una lengua que corría suave y ligera sobre el campo desnudo de una espalda, de unos hombros.
Pensó que era momento de retornar al mamotreto. Apurarse. Había una razón para compartir el tiempo, la vida. «Vivamos sólo el momento» había dicho él. Era Ahora que lo veía junto a ella que pensaba en el calendario. La mitad del mes son apenas quince días. Cada uno que pasaba la partida era inminente. En medio del calor de aquel verano, del punto más alto y feliz, volvió a llorar de impotencia y dolor.
El resto del trayecto es corto. Alicia va en silencio. Apenas unas cuadras la separan de su casa. La casa sola. Parecía que nada había cambiado y sin embargo... La habían invitado a presentar libros, colaboraciones en revistas, escribía... «Qué te sucedió, parece que vuelves a ser la misma» le dijo su mejor amiga. «La misma no. Soy otra» Pero la casa sola. Un libro a punto de concluirse. «Ahora es un vacío diferente».
Se acompañaban mutuamente. Ladrillos uno del otro para construir una casa de sólidos cimientos. Contra el tiempo siempre. El tiempo, ese maldito lobo. Él le pidió que se quedara. «Debo partir» dijo ella. No permitió que la viera llorar. Se abrazaron largamente, como si en el abrazo se pudieran concentrar todos los minutos y segundos de la vida compartida. Lo último que vió antes de abordar el autobús fue el rostro de él y la calle principal del lugar como fondo. Después prefirió no mirar y dormir. Dormir.
Las calles de la colonia como siempre vacías, aminora la marcha. Le da pánico imaginar que algún niño surgirá a toda carrera de una de las tantas cocheras y terminará atropellándolo. Llega a casa. Un escalofrío recorre su cuerpo. Ve sobre la puerta un recado y el corazón se acelera. Entra: sobre la mesa un enorme girasol: el amor. Él. Él.