lunes, junio 28, 2004

Tenía siete años entonces...

Hoy volví a los Colomos. Tenía tanto de no caminar bajo el manto protector de los árboles. Escuchar la caída del agua, el rumor del viento entre las ramas. Pero no fui sólo. El cielo anunciaba lluvia y recordé un par de veces anteriores que también llovía. Al principio era silencio. Después el paso ensordecedor de una hormiga perseguida por el viento que escapaba de mi boca. Y hablar. Escarbar en la memoria que algún día fue herida directa en la piel del alma. Encontrar en medio del temor que me abraza, de la gran ciudad, este cálido oasis. Estar sentados, espaldas casi tocándose, y entre los dos el espacio apenas perceptible de las palabras dichas. Mirar como los peces nadan alrededor de sus propias esperanzas. A un par de tortugas hacer malabares en el agua. Pensar en los malabares que hace el corazón. Los saltos mortales en que arriesgamos la cordura. Y luego levantarse y andar. «Cuál es tu color» Ella preguntaba. «Blanco» «Azul». Lo que se me venía a la mente. No entender. Siempre querer entender. «Sólo aprende a sentirlo». Un trueno que se alarga encima de nosotros. Un pato perdido de su estanque. Ardillas saludando a nuestro paso. Un ave de pecho rojo que quisiste fotografiar sin conseguirlo. Y seguir escarbando en las paredes del pasado. De hace muchos ayeres cuando mi padre por vez primera me trajo a la sombra de este bosque. Entonces era un lugar de ensueño. El bosque escondido de los cuentos. Luego el silencio. Que sea ella la que elija el camino. Ella la frágil. Ella que sonríe. Ascendemos. Hacia el auto y las gotas de lluvia sobre el cristal que nos separa de la tarde. Pensar en un café. Y el café ya estaba en nuestra mesa. En ese lugar con nombre caribeño. En ese sitio donde la lluvia iba y venía, columpio, cuerda floja. Donde temí acariciar tu mano y sólo leí algunas huellas del futuro. No todas. Lo porvenir sabemos nos esta velado. Y sin embargo a veces es más fácil leer nuestros deseos en los ojos. En la sonrisa. En el temblor del frío en los cuerpos. «El frío me hace sentir viva» habrías de decir horas más tarde cuando yo sucumbiría a los estragos de la noche. Y tú serías entonces el roble, el tronco, el mástil. Y mis ojos temblorosos corderos dispuestos a dormir en un lecho apenas confortable. Y entonces pienso en un niño de siete años. Era un niño solitario. Era un niño que no entendía el porque de tantas cosas. Que comenzó a odiar los hospitales. Que no quería hacer guardia junto al féretro porque era aceptar lo que decían los grandes como verdadero. Serán ya veinte años. Y el dolor a veces aún consume. Fue entonces también que le temió a la muerte. A ese escalofrío. A ese estertor que nos separa. Y por más intentos que hace no recuerda como fue el último abrazo. Tampoco la voz que ya ha partido. Y llora. Llora lo que entonces no lloraba. Lo que el cuerpo como presa ha retenido. Es un niño de siete años. Era un juego. Pero en aquellos días no se jugaba. Cuentan las leyendas que alguna vez no abrió la puerta. Ahora daría hasta su alma para que alguna puerta misteriosa abriera su cerrojo y lo llevara a la contemplación de ese recuerdo. Pero estabamos en un café. Escuchando como te quedabas sin tu auto. Y perdiendo la mirada. Y un billete para pagar la cuenta. Y un camino que mi auto comienza a aprenderse. Y Julieta Venegas cantando mientras corremos junto a los patios del ferrocarril. Y la fábrica. Y otra historia de persecuciones que ahora ya conoces. Así se va haciendo la película. Así van saliendo los créditos. Así vuelves a dejar el asiento con tu memoria impresa en él. Y desde entonces, desde entonces, he quedado atrapado en un fade out que me incrusta en tu mirada permanentemente.