viernes, febrero 27, 2004

La noche en Mogador

La noche en Mogador es transparente. Las calles van quedando vacías, la luna surge tras las altas murallas, el silencio se apodera de la ciudad. Sólo el viento se atreve a transitar por las serenas calles. Sin embargo, en Mogador nadie duerme. Los habitantes aguardan temerosos el aleteo de los murciélagos que invariablemente cada noche cubren el cielo de la ciudad. El sonido es cada vez más fuerte conforme se acercan, cada vez más intenso, hasta volverse insoportable. Sobre sus casas un inumerable ejército de estos animales alados comienza la batalla por el fruto del ficus carnívoro. La pelea es a muerte. Atemorizados en sus lechos quisieran no escuchar el sonido que producen al caer, los cuerpos inertes y sanguinolentos que contemplarán por la mañana sobre sus patios y azoteas. Los vencedores descienden al jardín oculto en una carnicería de la ciudad atraídos por la carne cruda y el fruto que nadie más ha de probar. Ahí vuelan alocadamente en una especie de festejo, pero esta aparente armonía no es más que una máscara para ocultar la desconfianza que sienten entre ellos. La lucha es ahora devorar el fruto; se lo tragan completo antes de que otro lo haga. Algunos mueren ahí mismo y servirán de abono para el árbol, otros más ya no abandonan este jardín, prefieren quedarse acechantes y cuídar del ficus. Pocos, maltrechos por la batalla, emprenden el vuelo hacia un destino incierto. Estos son los más temidos: los murciélagos que han probado el fruto y caen sobre la ciudad vencidos por el cansancio y las heridas. La casa sobre la que cae el cuerpo sufrirá invariablemente la muerte de alguno de sus habitantes. Por la mañana, al descubrir los restos deshechos contra el piso, la gente de la casa guarda un silencio entre temeroso y resignado pues nunca se sabe quién será el que muera. A más tardar en un par de días alguno de ellos caerá a tierra para no levantarse más. Es inútil tratar de levantarlos, pareciera que la tierra los envuelve en sus brazos de polvo, fuera devorando el interior del cuerpo y finalmente lo convirtiera en una piel hueca, como la que dejan las serpientes después de la muda. Así, cada noche, Mogador la del cielo transparente, mira con temor a lo alto, esperando la mañana para saber quién de sus habitantes habrá de perecer, y de qué color será la extraña flor que surge donde caen los cuerpos que retornan al vientre original: la tierra.