domingo, febrero 29, 2004

Sunday boring sunday

Es como despertar una vez más vacío. Como si el anima se hubiese quedado en alguna etapa del sueño y no hubiese vuelto al cuerpo. Por la mañana escapar del vacío caminando por las cuadras del "Baratillo". Todo mal comienza al mediodia. Después de la comida. No hay peor tarde que una tarde de domingo solo, sin nada que hacer excepto leer o ver la tele. Leer hubiera salvado lo sé, pero preferí la tele. Estar ahi y no estar. El pensamiento lejano. En otras épocas. El sonido de las voces en otro idioma. Y el vacío como gangrena invadiendo el espíritu. Quize escribir pero no pude haer nada excepto estas líneas y algunos correos electrónicos. Me sentí cobarde. Dejar que las cosas sucedan y no luchar por nada. Ver como la tormenta de arena se acerca y permancer, sí, quieto, valeroso ante ella en lugar de correr a esconderse. Hace un par de noches me levante y camine a las sala de mi casa, la sala del departamente tiene un gran ventanal, estaba oscuro y el cielo nítido, lleno de estrellas. viento frío se colaba por las ventilas... y pensé tantas estrellas tantas y tan lejanas entre si. Un día más. Al menos creo que después de esto si me pondré a leer.

viernes, febrero 27, 2004

La noche en Mogador

La noche en Mogador es transparente. Las calles van quedando vacías, la luna surge tras las altas murallas, el silencio se apodera de la ciudad. Sólo el viento se atreve a transitar por las serenas calles. Sin embargo, en Mogador nadie duerme. Los habitantes aguardan temerosos el aleteo de los murciélagos que invariablemente cada noche cubren el cielo de la ciudad. El sonido es cada vez más fuerte conforme se acercan, cada vez más intenso, hasta volverse insoportable. Sobre sus casas un inumerable ejército de estos animales alados comienza la batalla por el fruto del ficus carnívoro. La pelea es a muerte. Atemorizados en sus lechos quisieran no escuchar el sonido que producen al caer, los cuerpos inertes y sanguinolentos que contemplarán por la mañana sobre sus patios y azoteas. Los vencedores descienden al jardín oculto en una carnicería de la ciudad atraídos por la carne cruda y el fruto que nadie más ha de probar. Ahí vuelan alocadamente en una especie de festejo, pero esta aparente armonía no es más que una máscara para ocultar la desconfianza que sienten entre ellos. La lucha es ahora devorar el fruto; se lo tragan completo antes de que otro lo haga. Algunos mueren ahí mismo y servirán de abono para el árbol, otros más ya no abandonan este jardín, prefieren quedarse acechantes y cuídar del ficus. Pocos, maltrechos por la batalla, emprenden el vuelo hacia un destino incierto. Estos son los más temidos: los murciélagos que han probado el fruto y caen sobre la ciudad vencidos por el cansancio y las heridas. La casa sobre la que cae el cuerpo sufrirá invariablemente la muerte de alguno de sus habitantes. Por la mañana, al descubrir los restos deshechos contra el piso, la gente de la casa guarda un silencio entre temeroso y resignado pues nunca se sabe quién será el que muera. A más tardar en un par de días alguno de ellos caerá a tierra para no levantarse más. Es inútil tratar de levantarlos, pareciera que la tierra los envuelve en sus brazos de polvo, fuera devorando el interior del cuerpo y finalmente lo convirtiera en una piel hueca, como la que dejan las serpientes después de la muda. Así, cada noche, Mogador la del cielo transparente, mira con temor a lo alto, esperando la mañana para saber quién de sus habitantes habrá de perecer, y de qué color será la extraña flor que surge donde caen los cuerpos que retornan al vientre original: la tierra.

Bajo el andén

al «Inshecto» y sus sueños...

Parecía dudar como las veces anteriores. Su mirada viajando de la pared a las vías, los ojos dilatados, como buscando algo en la oscuridad. Una respuesta, una razón o algo que ignoro. Tantas veces he pasado por aquí desde que lo ví por vez primera, siempre ignorando qué miraba, qué objeto buscaba. Ante la imposibilidad de seguirlo me conformaba con observarlo desde el andén de enfrente mientras esperaba el tren que vendría en la dirección opuesta. Intenté descubrir qué miraba, era tan difícil como armar un rompecabezas. Luego vinieron los ajustes de horario y dejamos de vernos. Cuando me regresaron a mi tiempo original algo había sucedido con él porque ya no lo ví más. Tal vez finalmente se había cansado de buscar o había encontrado lo que hasta entonces tenía perdido. Cuánto tiempo pasó hasta que apareció de nuevo en el andén, lo ignoro, el tiempo para mí carece de la importancia que para otros. Ya no todos los días, sin un patrón fijo. Había cambiado, mostraba claros signos de desaliño. Su ropa hasta entonces impecable lucía ahora con arrugas, incluso algunas manchas, que no podían ser otra cosa sino restos de comida, pintaban sus otrora inmaculadas camisas. En su rostro la barba sin afeitar y el pelo revuelto y brilloso revelaban sin duda un nuevo desdén por su persona. La mirada seguía perdida. Había más gente de lo habitual, el andar era lento, los pasajeros se arremolinaban en las puertas impidiéndose el paso mutuamente. Lo ví llegar corriendo, desesperado, empujando, detenerse junto al borde y mirar. Entonces se esclareció para mí el misterio, sus ojos, su mirada, hilo de luz, me llevaron a un punto en la oscuridad, bajo el andén, una reja de ventilación. El hombre sudaba, parecía indeciso entre arrojarse y correr hacia aquel sitio o permanecer en su lugar y esperar el tren que lo llevaría a su destino. Los de seguridad se miraban nerviosos unos a otros por su presencia. Finalmente el mar de gente se separó y entonces partimos. No le volví a ver por un buen tiempo. Llegó apresurado, la gente se apartaba de su paso, los guardias comenzaron a rodearle ¿Qué buscaba en aquella reja? Las personas se alejaban nerviosas y miraban confundidas sin saber qué sucedía. Apuraron el paso, un par de metros más y lo detendrían. Fue más rápido. Las manos no alcanzaron a sujetarle. Se arrojó a las vías y corrió al otro lado. Sus dedos se estiraban hacia la reja. Demasiado tarde. Volteó y nos vimos por primera vez frente a frente. Apenas unos segundos. Enseguida mis ruedas pasaron sobre su cuerpo. Nunca podré olvidar el grito final.

Ballet

Jacinto se arrastra gateando por el piso, sus manos palpan la madera de la puerta. Un empujón bastaría para abrirla, para sacarla de los goznes y arrancarla del marco que a duras penas la sostiene. Pero él no lo sabe. O no lo piensa. O no tiene ya ni siquiera ese mínimo de fuerza para hacerlo. Escucha una melodía que dispara reflejos guardados en el fondo de su memoria. La música sube los escalones suave y lentamente. Sabe que viene del piso de abajo y comienza a moverse nervioso, cada vez más nervioso, su rostro mojado por el sudor y la saliva pronto se teñirá de sangre.
No siempre fue así. Cuando hizo de este tercer piso su casa trabajaba sacando copias. No recibía un enorme sueldo pero sí el necesario para subsisitir. Regularmente llegaba a media tarde, traía comida y casi siempre una revista bajo el brazo. Leía tabloides de nota roja, chismes policíacos ilustrados con escandalosas fotografías donde no escaseaba la violencia ni las imágenes grotescas. En eso pasaba sus horas de ocio. Después llegó la televisión. Un viejo aparato adquirido en algúna venta de cochera. Era pequeña, blanco y negro, y cada vez que iba a cambiar de canal tenía que acomodar la antena, que el propietario anterior había improvisado con un gancho de alambre. Los programas sobre el crimen sustituyeron la lectura, se quedaba sentado frente al televisorhasta que el sueño lo vencía. Aquellos fueron los buenos tiempos. Incluso tuvo la oportunidad de conocer a una esbelta joven de la que nunca supo su nombre, pero que con constancia casi mecánica pasaba todos los días a fotocopiar apuntes de cuaderno, páginas amarillentas de libros ya inencontrables y después volantes a los que nunca les puso mucha atención por estar perdido en contemplarla.
Antes de morir recordaría aquella vez, después del trabajo, en que la lluvía lo había obligado a guarecerse bajo la marquesina de un viejo edificio. El techo no servía de mucho, el aire arrastraba el agua hacia él, que igual terminó empapado. Se disponía a seguir su camino cuando una suave melodía, la misma que ahora le quitaba la cordura, llamó su atención y giró su cuerpo. Se encontró frente a un enorme ventanal en el que unas letras enorme anunciaban: «Escuela de ballet». Su gozo fue inmediato cuando distinguió entre las jovenes a la chica de la cual se sentía enamorado. Olvidó la lluvia. Una y otra vez la vio girar y danzar al compás de la música, fue atrapado por un hechizo que sólo el frío de su cuerpo mojado rompería un par de horas después.
En los siguientes días intentó abordarla, pero se contuvo, de qué le hablaría, su única plática era de crímenes y sangre. Su estrategía se basó en lanzarle miradas de enamorado que nunca fueron recibidas por ella, o si lo fueron jamás hubo respuesta. Dejó de ir como había llegado, de un día para otro. Nunca más la vio. Lo único que conservó fue una mala fotocopia de un volante en el que se anunciaba una presentación de las alumnas de la escuela de danza. Ella estaba en primer plano de una imagen que servía de fondo al anuncio. La pegó enfrente de su cama para mirarla al despertar, para que fuera lo último que contemplara antes de caer rendido por el sueño.
Después vinieron los malos tiempos. Se quedó sin trabajo. Buscó en agencias de empleo y en periódicos sin fortuna. Tuvo que vender los pocos muebles que tenía para poder solventar los gastos básicos, hasta que no le quedó nada excepto la televisión. Todavía tuvo un último golpe de suerte: la muerte de la dueña del edificio. Como no había dejado testamento, los hijos peleaban para ver cuál de todos se quedaba con la propiedad. Gracias a ésto, cuando dejó de pagar la renta, como todos los demás inquilinos, no lo desalojaron.
En cuestión de semanas fue presa de una gran depresión. Su comida consistía en lo que podía obtener de los desechos de sus vecinos, ya no le quedaba nada por vender, incluso la televisión tan amada por él había pasado a otras manos. Su piso fue invadido por una capa fina de polvo, por el abandono y toda clase de alimañas. Pasaba los días sentado o recostado en el suelo contemplando la copia donde veía a su amada. Pronto se quedó sin gas y teléfono nunca tuvo. El día que le cortarón la electricidad, Jacinto casi era un animal.
Se pasó los últimos días acariciando los ojos, el pelo, las orejas, la nariz, los labios, sobre todo los labios borrosos de la foto de la bailarina. Deseaba contemplarla y recorrerla, abrazarla. Rozaba delicadamente la cintura, sus dedos electrizados y tensos tocaban el pecho inerte, la cara de ella no decía nada, nunca al menos las palabras que no se cansó de esperar. Se deleitó en la contemplación casi religiosa de esa imagen hasta el día del infortunio: una noche, la cinta adhesiva que sostenía la copia no pudo más y el viento le robó a la bailarina que escapó por la ventana.
Desesperado golpea la pared con la cabeza tantas veces como su conciencia se lo permite, los cabezazos resuenan escaleras abajo, pero no hay nadie que le pueda prestar ayuda, a esas horas los apartamentos estan deshabitados con excepción del de la vieja, casi sorda, del piso de abajo que mira en la televisión, a todo volumen, una hermosa pieza de ballet.

Tiempos compartidos

Me dedico a la venta de tiempos compartidos. Paso días del alba al ocaso recargando mis años en una mesa colmada de publicidad y contratos de venta. Me divierto criticando a las personas que pasan, contando los coches, mirando chicas y retando a tipos que se me quedan viendo, sin jamás pasar de eso. Sin embargo, mi pasatiempo favorito es traer a la memoria la imagen de Dolores, mi novia.

Conoció a Dolores en un balneario cercano a la ciudad. Con sus ojos desnudos y profundos y la boca adornada en sonrisa. Habló con ella lejos de los demás mientras le hacía ver las estrellas. Juntos escaparon rumbo a la oscuridad. Cayó la blusa, los pantalones, hervía la piel, se escucharon leves gemidos: se ofrendaron su cuerpo.

De regreso a casa. Qué suerte. La observarás desde la ventanilla del camión. ¡Pero! Y abriendo los ojos desmesuradamente crisparás los labios — ¡No puede ser! —. Te pondrás de pie y pedirás la bajada. En el corazón se desatará el huracán contenido en los puños dispuestos a azotar la costa de otro rostro. Deberá tratarse de una mentira, un espejismo provocado por los celos, tu Dolores, tu chica... con un él, con un otro, fuera de ti, acariciada por otra dermis, lavada por saliva nueva. Descenderás, correrás, mirarás, gritarás y llorarás siete veces siete, siete veces siete.

Cruce de caminos

Tu mirada barre lentamente la avenida revisando cada centímetro de polvo, registrando las imágenes sucesivas a tu paso, las que vas dejando atrás, las que llegan en cambio permanente. Aún con esto, lo que en realidad se esconde en tu cerebro es la imagen de un pizarrón manchado de gis que avisa: Mañana examen de historia. 7:00 a.m.
Sabes que es tu última oportunidad. Tienes el número indispensable de asistencias para no perder derecho a examen. El primer parcial lo has reprobado con apenas dos respuestas correctas de diez. No te queda de otra —a menos que quieras enfrentar la furia de tus padres, el sarcasmo del profesor, la conmiseración de tus amigos—, que, ahora sí, tomar el libro y ponerte a estudiar. Y más te vale memorizar bien todo porque la calificación debe ser perfecta o no habrá futuro. Tratas de infundirte ánimos: finalmente la revolución francesa no debe ser un tema tan difícil.
No podrás negar que lo intentaste, realmente lo intentaste, tu cuaderno está lleno de notas, a tu lado una botella de coca-cola de dos litros vacía, una taza que alguna vez tuvo café también vacía, y ni el despertador ni el aire frío de la mañana logran hacerte despertar.
Y aunque raras veces sucede, en algún punto la sucesión monótona del tiempo se resquebraja, y abre un pasaje en el que la frontera presente, pasado y quizá futuro se desvanecen.
Una caída en medio de tu sueño, un fuerte golpe contra el piso. Un par de sólidas manos te sujetan. El peso de unas cadenas de metal.
Días después tu fotografía adornó un pequeño espacio de algún periódico. Servicio Social, el pasado día desapareció el joven...
Claro que tú no supiste de ello, incluso ahora ni te preocupa. ¿Qué se sentirá morir guillotinado?

No se ni que

Para Cintya

Ocultaba su timidez hablando como si estuviera ausente, como si sus verdaderos intereses se en-contraran lejos de allí...
Kurtt Vonnegot

No paraba de hablar. Ella, sí, ella. Y no era su voz la del hechizo. Ni siquiera el rostro. Era un encanto perdido en los libros de la memoria. Eran sus movimientos. Su no estar quieta. Su que el mundo gire. Eran también las mariposas en el estómago. Nunca antes las había sentido. La mirada perdida en el recuerdo de unos días en la playa. De la noche, la arena y el rumor de las olas. Los ojos de la incertidumbre. Tener fe o no tenerla. Y ser el espectador. Hablar y sugerir las palabras que llagan la lengua. Aire sofocante. El calor provoca extraños cambios de conducta. Las horas. Estoy aburrida de ver atardeceres. Al menos de los atardeceres de mi ciudad. La ciudad derrumbada. Quedarse con la luz, intensa, efímera, en la mano. Diversa en el recuerdo. Quise entonces aprehenderla en el papel. Hay cuentos imposibles de escribirse. Amores que nunca habrán de ser. ¿O sí? Yo no me fijo imposibles. Escribir robando palabras a otros: a los recuerdos, a los libros. Con ella nunca se sabe. Eso es lo interesante y peligroso. Vámonos, ya me dio frío. Noche cálida. Y ella tiene frío. Ser nadie. Testigo invisible de su andar hacia el auto. Falso ángel guardián. Abrir la puerta. Y su espalda. Enfrente. Estirar la mano. Y su mirada lejos, lejos de aquí. Ahora o nunca. Un rozón. El tiempo detenido. Y la historia que huye. Ella que vuelve. Despierta. Un hombre que comprende tarde. No hablo para ti. No soy para ti. Así es esto. Tan sencillo. Él podría haber intentado besarla. Recibir una bofetada. Decirle estamos destinados el uno para el otro. Las mariposas, las mariposas escapan volando. Él no es el otro. Y el narrador que quisiera cambiar la historia. La mujer que se mete al auto y cierra la puerta. La luna a medio viaje. Sentir entonces sí el frío. Sonreír. Llorar. No sé ni qué.

Espejo

I
De nuevo esa extraña sensación —tu temor a la otra—. Instantes confusos en los que imaginas que el cuerpo se entrega a profundo sueño. En el espejo observas la forma tan displicente como te quitas la ropa. Tu aliento alcohólico y el mareo provocan un creciente malestar que te descubre los ojos de ella en tu reflejo. Esas pupilas del mismo color que las tuyas te miran de manera directa. Cierras los ojos para escapar de esa tú que te mira. Pero cerrarlos es introducirte en ella e iniciar un striptease que no puedes controlar. Saberte en tu cuarto te tranquiliza; lo incomprensible es la manera en que llegaste a este lugar. A la fuente en el cruce de avenidas tan distante de tu casa.
Te descubres admirada por los conductores que a estas horas de la noche transitan por ahí. Caminas dentro de la fuente y percibes cómo el agua fría va coloreando de blanco tus tobillos. Mientras bailas, te vas despojando de tus ropas; es igual que en el cuarto, sólo que ahora alrededor de ti circulan mórbidos espectadores. Un suspiro escapa de tus labios y decides volver a mirar en el espejo. Entrecierras los párpados y el cristal se vuelve borroso, te preguntas si no estarás del otro lado; entonces el espejo comienza a tornarse acuoso, se agita y en él miras tu rostro desfigurado por las olas.

II
El primer encuentro fue en una de las tantas reuniones a las que asistías. Culpas al alcohol de lo sucedido. Embriagada, en plena pérdida de tus sentidos, te atrajo la sensación de vida en su mirada, el calor emanado de sus labios, que deseaste con perversidad. Su aroma, único, al principio no te remitió a ninguno hasta que finalmente lo supiste: se trataba del tuyo.

III
Imaginarte en la primera casilla, con los dados en la mano y negándote a lanzarlos. Inventar mil subterfugios para no encontrar la respuesta. Y era de nuevo la alevosa presencia de ella, eras tú misma a quien veías bajar del taxi, entrar en el agua, tú frente a la otra cuando tú eras la otra.

IV
Cuando cesó el baile cayó el cuerpo. Después escuchaste un grito provocado nunca supiste por qué —quizá tardío arrepentimiento—, la falta de sangre oxigenada en los pulmones, la tensión de la lengua, el cadáver colgando de la regadera.

Fotografía

El niño piensa: estoy frente al pelotón de fusilamiento.
El fotógrafo no piensa: dispara.

Francisco Hernández

No querías retratos. Nunca te habían gustado, los odiabas. Fue el domingo de tu cumpleaños. Desde temprano el jardín de casa se convirtió en el lugar de reunión de la familia. A media tarde, antes de que mis hermanos se fueran, les pedí que esperaran para tomar la fotografía de recuerdo. Corrí por la cámara. Regresaba cuando se acercó Brenda para decirme que no querías ser retratada. Pensé en lo de papá, que desde entonces te habías vuelto solitaria y silenciosa, le temías al mundo, al pasado. Muchas veces traté de hablar contigo sobre eso, pero tu silencio marcaba el fin de nuestra conversación. Tus temores no arruinarían mis intenciones de aquella tarde. Hicimos caso omiso de tus quejas, te sentamos en una de las sillas del jardín, nietos e hijos rodeándote y presioné el disparador.

Comenzaban los abrazos de despedida, los «no olvides llamarnos», cuando con voz débil avisaste que te sentías mal. Te llevamos de emergencia a la clínica. El doctor nos dijo que al parecer la antigua enfermedad de la que te suponíamos aliviada, recrudecía. La semana siguiente fue dura, más para ti que para nosotros; tensos, tratando de animarte con palabras dulces y promesas de que te recuperarías; observando cómo día a día tus fuerzas menguaban; al pendiente de lo que el médico dijera, en espera de noticias mejores, pero siempre con la incertidumbre del futuro. En tus ojos había un reclamo silencioso, un brillo extraño que fue desapareciendo con el transcurso de los días.
Recuerdo las noches que pasé en vela junto a ti, trataba de mostrame serena y animada, me distraía recordando que de niños Brenda, Luis y yo jugábamos a que tú eras la hechicera y nos escondíamos. En ese juego era a mí a la que encontrabas primero. Jamás te lo dije, pero cuando aparecía tu rostro descubriendo mi escondite, me espantaba porque te creía una bruja verdadera. Nunca olvidé el miedo de entonces, era el mismo que sentía al pasar la noche en el hospital al lado de tu cama. El mismo que se apoderó de mí cuando capté la terrible mirada con la cual me envolviste el día del accidente de papá: te ví llegar por el corredor, exigir que te dejaran verlo, pelear con las enfermeras que no te daban el paso. Contemplé todo tras mis ojos llorosos: me había quedado muda. La trabajadora social respiró aliviada cuando vio al doctor acercarse a ti. Quizá te dijo que estaban haciendo todo lo posible para salvarlo, pero se necesitaba un milagro para que viviera. Finalmente te permitieron verlo. Mi memoria entonces se vuelve confusa. Te recuerdo silenciosa, en tus ojos el reclamo: «si no hubieras insistido tanto en que te llevara, ese camión no habría chocado contra el carro de tu padre, ni habría muerto».
Me dejaste en casa de la abuela y por años me olvidaste. Para ti sólo existieron Brenda y Luis; no yo, que sufría lejos con una culpa que aún no he podido aliviar. Al morir la abuela regresé contigo. Vivíamos como dos personas que tienen que convivir por mera dependencia y nada más. Es extraño que después de tu muerte tu presencia me sea ahora tan necesaria.

Sola, en el sillón junto al librero, mis ojos siempre terminan en esa última fotografía mientras pienso en cómo se fueron dando los acontecimientos que me tienen hoy postrada en este sitio. En esa tristeza que me embargó desde tu muerte. No hay día que no te mire. Con sorpresa descubrí que al lado de tu silueta ha surgido una mancha. Pensé que la fotografía estaba sucia, que era la humedad, o la huella de unos dedos. Que tal vez era un defecto en el revelado y en mi imaginación parece que cada día la mancha es más grande. Me preocupa la mancha, crece y no quiero que termine borrándote.

Voy de la fotografía al lente de la cámara. Pienso que aguarda para dar el veredicto final. El disparador se apresta, todo listo, y yo aquí mirando la lente, y tú ahí, más atrás, en la fotografía pidiendo mi cabeza. Escucho la detonación. En la fotografía la mancha ha desaparecido.

Estoy a tu lado.

Influencia de los parques

Recostado contempla la ventana. Tras ella las sombras de un parque parecen dibujarse. Su salud ha sido frágil desde que tiene memoria. La fiebre y el silbido en el pecho lo han obligado a pasar los últimos días en reposo. Junto a la cama una mesa sobre la cual reposa un grueso volumen de pasta negra. El calor invade la habitación. Tembloroso camina hacia la ventana, a pesar de la advertencia del médico, la abre, se asoma y respira el aire fresco de la noche. Hasta su nariz llega el aroma de pinos. Le recuerda que la historia contada en el libro, que dejó sobre la mesa, se desarrolla en medio de un bosque. Suspira. Su mujer se encuentra en la planta baja. Deja entreabierta la ventana para mitigar el calor y vuelve al libro: el tiempo desaparece mientras lee: lector y libro son uno.
En el libro se relata la vida de un hombre de épocas oscuras; un héroe que se convierte en tirano. Sus dedos palpan la delgada distancia que lo separa del final. El protagonista es abandonado por sus hombres, uno a uno lo abandonan al ver que ese ha convertido en aquello contra lo que alguna vez lucharon. En su soberbia no escucha consejos ni advertencias, desconoce que el pueblo, con su nuevo caudillo, prepara un alzamiento; que su mujer es la amante del nuevo líder. Desde las almenas del castillo, Ulrich el tirano sonríe satisfecho de sus logros, de su poder, mientras el lector se enardece al aproximarse el momento del asalto final.
La habitación es invadida por un pesado silencio que se rompe debido a su respiración agitada y a las páginas del libro convirtiéndose en pasado. La enardecida muchedumbre rodea la morada del tirano, espera la señal convenida, que vendrá del castillo, para iniciar la lucha. A la distancia se escucha una detonación y en seguida la habitación queda en penumbras. Con enojo deja el libro y se asoma una vez más por la ventana. El viento juguetea con sus cabellos, afuera sólo oscuridad. Recuerda que su mujer acostumbra guardar velas en el guardarropa. Después de unos momentos encuentra lo que busca. Abre el cajón donde guarda fósforos; sus dedos temblorosos encienden uno, lo acerca al pabilo, la llama se agita y una luz anaranjada envuelve al cuarto. Es la señal convenida.
Al ver la luz en una de las ventanas los hombres que esperan bajo la muralla inician el asalto. Un ensordecedor rugido llega hasta las habitaciones. Miles de flechas se encienden. En la muralla los guardias preparan la defensa. Desde donde se encuentra alcanza a mirar que el ala norte de la construcción comienza a incendiarse. Cierra los ojos y piensa que se trata de una alucinación, pero al abrirlos, una tormenta de ardientes saetas viene hacia él; apenas tiene tiempo para quitarse de la ventana y esconderse tras los gruesos muros de su habitación. Vuelve a cerrar los ojos. Respira con dificultad, el zumbido de su respiración se hace más intenso, los pulmones parecen reventarle mientras busca una explicación para lo que sucede. Pasa la vista por la habitación: sí, es su cuarto, su vieja cama de pesadas maderas. Las paredes lo aíslan de cualquier ruido exterior.
Decide bajar con su mujer y contarle lo que pasa. Le parece extraño que no haya subido a la habitación después del corte de la electricidad. Abre la puerta del cuarto y camina por el pasillo hacia la escalera. El sudor humedece su frente. Distingue la luz de una vela que viene a su encuentro: ¿Margaret? Sí, soy yo.
Al mirarla comprende lo que ha pasado: Margaret y el joven; Margaret, que ordenó bajar el puente del castillo para dar paso a su amante.
De nada le valió a Ulrich haber tratado de escapar a su destino practicando la alquimia, ensayando los hechizos del libro negro que encontrara en la habitación del Mago. Él era el tirano; el que debía morir esta noche.

martes, febrero 17, 2004

Notas incluidas en un cuento

*
Siempre me gustó ese momento, justo antes del comienzo de la película, esos segundos de oscuridad y silencio tras los que comienza a escucharse la música o algún sonido, y enseguida las primeras imágenes, a veces lentas, otras, caída libre de letras e imágenes. Es este el verdadero momento de la magia cinematográfica, es aquí cuando te atrapa la película o te pierde. Si consigues aislarte del mundo exterior estas adentro, de lo contrario el cine no es para ti.

*
Ese era mi placer, contemplar el filme en una sala casi vacía, casi exclusiva para mí.

*
En La princesa y el guerrero, de Tom Tykawer hay una escena que me encanta. El personaje masculino llega a una gasolinera en la cual ha perdido ha su esposa en trágicos sucesos del pasado. Mientras el se encontraba en el baño de la misma un incendio consume el auto con su esposa adentro. Es tan fuerte el trauma que el tipo se esconde tras un escudo de indiferenca y frialdad. Tras muchas peripecias el personaje femenino encarnado en Franka Potente, consigue que esta persona vuelva al lugar del accidente ya reconstruido, y este vuelve a entrar al baño. No hay diálogos. Las música es intensa. Él se mira en el espejo y a manera de flashback podemos ver como la gasolinera explota nuevamente en su mente. Tiene miedo. sin embargo lo vence y abre la puerta. Entonces se abre la toma y vemos que hay uno igual a él al volante del automovil en el que han llegado. El que ha salido del baño camina lentamente hasta el coche. Habré la puerta y entonces sale el otro sale e intercambian lugares. Cuando la vi por primera vez me estremeció. El mensaje era claro. Cuántas veces nos quedamos atrapados en situaciones que no nos dejan avanzar. Al final, gracias a ella, ha logrado superar el peso de las ataduras del pasado. Deja los lastres y finalmente se da permiso para gozar de la felicidad.

jueves, febrero 12, 2004

Prolegómenos

1

Pocos conocen mi nombre. Tuve que inventarme uno para escapar de mí mismo; huir de la prisión en que se convierte una identidad. Pensé que había escapado. Ahora que escribo me doy cuenta de la imposibilidad de lo anterior: la escritura es un tatuaje del alma.

2


El que comienza aquí no es un camino trazado; es apenas un principio de tantos posibles, una encrucijada impostergable.

3

El viaje. Ese laberinto al cual nos adentramos. Esa puerta que abrimos o decidimos evadir sin saber por qué. Dentro del laberinto dejarse ir. Perderse en los pasillos invisibles. Ignorar a donde han de conducir los pasos. Viajar a través de los ojos. De la mano y de la letra. Bitácora. Anotaciones inconexas de unos o más viajes. Destino. Nunca uno absoluto. Algunas notas del asombro. Del momento. Recuperación. ¿Existió o no existió lo que vi?. La realidad es evasión. El viaje.

Puentes

Ahí están las palabras
guardadas en el papel y tinta de los días
y cada letra, cada frase es tenerte.
Ahí están los deseos
no todos llevan huellas
la mayor parte tiene nota, momentos,
miradas, abrazo, sonrisa...
pero también quedan silencios,
palabras no dichas,
miedo.
Siempre tú, como una profecía
y ese no querer estar
y ahora encontrarte a cada instante
perderme entre recuerdos
en los puentes construidos
¡Ah! los puentes...
las palabras... los te amo...

lunes, febrero 02, 2004

Ray Loriga explica sin saberlo mi poema titulado Los Puentes

Para ti que sabes a que me refiero:
"¿Sabes cuál es tu problema?
Ella esta sentada en el suelo, bebiendo té y mirando sus fotos. Yo estoy enmedio de la habitación, bebiendo cerveza. Por supuesto no sé cuál es mi problema.
—Tu problema es que no eres alguien con quien se pueda contar. No estas en las fotos.
—¿Qué fotos?
—no importa que fotos porque no estás en ninguna. En las fotos sólo estoy yo. Como si estos fueran sólo mis viajes.
Miro las fotos extendidas en el suelo y efectivamente no parece que este en ninguna.
—Busca un poco, recuerdo que en Hanoi me hiciste una foto. Debe estar por algún lado. Y en el avión. Me hiciste una foto en el avión. De eso estoy seguro.
—Aquí esta— dice ella—, tengo una foto tuya, dormido en un avión. Eso es todo. Es como si estuviera viajando sola.
—Pero no estás viajando sola. Yo estoy aquí aunque no este en las fotos.
—Estas aquí, cierto, pero ¿por qué no estás en las fotos? ¿Te has parado a pensarlo?
—No me gustan las fotos
—Te gustan las mías
—Las tuyas sí. No me gustan mis fotos.
—Ese es el problema, ¿lo entiendes ahora?
—No
—Tu problema es que dentro de muchos años podrás negarlo todo, porque no habrás dejado pruebas. Y eso me hace dudar ahora de la fe que tienes, ahora, en nosotros.
—Hay algo que se me escapa.
—¿Qué?
—Bueno, en realidad todo. ¿Quieres hacerme una foto?
—No quiero hacerte una foto. Quiero que estés en las fotos. Quiero que dejes de luchar por no estar en ellas. Quiero verte a mi lado, en Tokio, dentro de un montón de años.
Aún no hemos desayunado. Ella está en el suelo mirando sus fotos. Yo sigo de pie bebiendo cerveza. Aún no sé cuál es mi problema, pero supongo que no quiero estar en Tokio en un montón de años. Supongo que dentro de un montón de años quiero estar en alguna otra parte."
Ray Loriga



domingo, febrero 01, 2004

Los descarriados del cerebro...

Domingo de Nickelodeon. Domingo de librero nuevo. Domingo de trabajar en "La Voz de la Esfinge". Domingo de leer a Ray Loriga. Domingo de "Tokio ya no nos quiere". Domingo de Yerusianos. Domingo de no saber que hacer. De navegar a la deriva por la vida sin un fin concreto.

"Llegan los días vacíos. Los días de estar solo, sin ninguna ocupación, sentado en las plazas, mirando a los barberos y a los adivinos, a los masajistas y a las parejas paseando en ciclomotores. Llegan días como éstos y no hay nada que uno pueda hacer con ellos. Se amontonan sin remedio. A dejar entonces que pasen estos días y luego otros, hasta recuperar la actividad, los registros, los pedidos, las visitas, los encuentros, el trabajo.
Primero me digo:
Ahora el trabajo lo es todo,
y enseguida:
No es suficiente."
Ray Loriga.

A mitad de las páginas de "Tokio ya no nos quiere", en pocas palabras la trama de la historia: Un misterioso dealer, contratado por una extraña compañía, vende una droga para perder los recuerdos. La lectura nos va sumergiendo en el mar caótico que es la mente del protagonista al cual, nos enteramos, le han sido borrados ciertos recuerdos, por lo que sus pensamientos divagan entre la amnesia, la alucinación y la vigilia. A su lado viajamos de los desiertos de Arizona, a la cosmopolita Berlín y después a unas oscuras, húmedas y laberínticas Bangkok y Hanoi. Desfilamos con él a través de hoteles y citas con multitud de clientes que nos van dejando los flashasos de las historias que buscan olvidar. Nuestro personaje sin embargo es suspendido de su trabajo por sospecha de que tráfica con la química del olvido fuera de las listas oficiales. La suspensión lo sumerge en lo que llama días vacíos. El paso del tiempo sin sentido. La total perdida del significado de vivir.
Apenas a la mitad del libro, y suponiendo con nuevos destinos por venir, Ray Loriga atrapa, nada que ver con aquel libro de humor negro "Lo peor de todo". Tokio ya no nos quiere, el mundo ya no nos quiere. La vida ya no nos quiere.

Poema

Un abrir y cerrar de párpados
—la llamada—
Dije que no iba a pensar y estoy pensando
En la duermevela
caen algunas hojas las escucho aterrizar
en la capota del auto.
Mi única tarea es cuidar del silencio.
¿Hasta dónde llegará este trote
de caballos desbocados?.
Una paloma desciende al pavimento
un lisiado en muletas me observa
recargado en un auto al otro lado de la calle
el eco de unos pasos que despiertan
el canto de unos pájaros que cesa
ante el ruido de una alarma.
Escucho mi respiración, es un aleteo
estoy soñando tantas cosas al mismo tiempo
que mejor no me despierten.

Instantáneas

I
La mirada penetrante. Un par de ojos incandescentes y en el iris el miedo, las preguntas. Al primer momento es una mirada firme, segura de sí misma y los ojos que la miran si se escapa se quedan con este recuerdo en la memoria. Después el rostro es más que la mirada. Son unos labios cerrados a fuerza de no dejar escapar a la palabra. Es una nariz que tiembla. Son los rizos que enmarcan. El temblor va más allá. Es la ausencia. Miraba el futuro y en él se consumía. El frío: nada funciona contra el ardor del cuerpo. Las paredes de cemento la envuelven sin respuestas.

II
Recostada sobre su brazo. Una mirada triste, perdida en pensamientos, ilegible, distante. El tiempo de la espera y las promesas, de los planes y la entrega. Ese día estuvieron abrazados junto al enorme ventanal del edificio. La eternidad. La luz fue cesando.

III
La luz directa encandila. Las palabras encuentran el reposo. Antes que la historia comenzara su cronología diversa. Siempre la luz es la que escribe.

IV
La luz difusa. Apenas instantes después todo ha variado. El silencio nuevamente, temblor nervioso. Miedo. La luz es río. Nos baña, siempre. Rectángulo construido por ella, apenas recuerdo de su paso. Incompleto. La totalidad nunca se alcanza.

V
Encontrar consuelo. Los ojos tiemblan: tea encendida para iluminar la tarde. La noche. Los dedos reposan en los labios. Mantienen el silencio. Las palabras matan. Sólo mira perderse en la negrura de unos pasos. Cuando cierre los ojos todo habrá concluido.